16 de mayo de 2022

La irrupción del Gran Poder: la nacionalización de la fiesta popular en la primera mitad del siglo XX Parte 1

En la década de los 20 en el barrio de C´hijini se dio inicio a la devoción a un lienzo que representaba a un Cristo con tres rostros, el Cristo del Gran Poder. Aparentemente, era algo de poca trascendencia porque se trataba de una veneración periférica en un barrio periférico. Cabe recordar que después de 1926 el municipio recién autorizó que las dos haciendas que existían allí se loteen y se incorporen a la planificación urbana1.

Albó en Los señores del Gran Poder (1986) refiere que muchos de sus primeros habitantes eran comerciantes, sectores empobrecidos de la sociedad urbana, colonos y migrantes indígenas. Ese nuevo espacio urbano correspondía al territorio que la división colonial de la ciudad había nombrado como el pueblo de indios; un espacio que se encontraba separado de la ciudad de blancos por el río Choqueyapu. Por supuesto, el lado opuesto era el que ocupaba la población blanca de la ciudad y el río era la frontera natural. Nadie imaginó que en las siguientes décadas tanto los barrios periféricos como esa devoción irían a alcanzar una notoriedad inédita y, quizá gracias a su impulso, se modificarían las descripciones de lo original y nacional. Evidentemente, la devoción y el modo festivo en que se la celebraba debieron aportar a que se de ese resultado.

Esta breve intervención, hecha gracias a la invitación del Municipio, no pretende hacer una revisión rigurosa de los acontecimientos históricos que se vivieron durante ese periodo sino, simplemente, pretende hacer un recuento del modo cómo la devoción al Cristo del Gran Poder recibió atención de parte de los principales actores políticos en el pre 52 y posteriormente. Por eso, este texto pondrá atención en un momento importante y trascendental para la devoción y lo popular, porque muchas veces se tiende a asumir que la notoriedad de la festividad es reciente y se debe a: el éxito económico de los comerciantes o que es resultado de los recientes procesos políticos o que es importante solo porque recién se inscribió a la festividad en la lista representativa del patrimonio inmaterial de la humanidad (UNESCO). Nada más lejos de la verdad, la devoción al Cristo del Gran Poder ya era importante antes de que se le haga su fastuosa entrada folclórica, evento que actualmente es su mayor característica.

Solo para contextualizar, ocurre que los devotos del mencionado lienzo ya habían intervenido e interactuado con el Estado y la Iglesia conflictivamente con mucha anticipación, por ejemplo: en 1927 la junta de vecinos, considerando la cantidad de acólitos a las devoción, se preocupó por construir una capilla para la imagen, ese objetivo se logró mediante un préstamo otorgado por el Presbítero Eliseo Oblitas, dinero con el que se compró un solar en la calle Gallardo y comenzó la construcción que se concluyó en 1932 (Albó y Preiswerk 1986, 18).

En pleno proceso de construcción el Monseñor Augusto Sieffert2, Obispo de La Paz, molesto por la creciente devoción y la evidencia de su autonomía, en un probable intento de control recordó que ese tipo de cuadros fueron declarados como imágenes contra-rito; con ese lejano antecedente ordenó que se retoque el lienzo, intervención que dejó al Cristo con un solo rostro y, además, eliminó el triángulo inverso que describía a la Trinidad (Albó & Preiswerk, 1986; Guss, 2006). Tal agresiva decisión se sustentó en normas eclesiásticas y leyes emitidas por la curia en el siglo XVII, que prohibían la representación de la Santísima Trinidad por medio de tres rostros o cabezas y obligaba a la destrucción o modificación de los lienzos existentes, con el objetivo de evitar que se les sigan cultos no aprobados por el catolicismo (Guss, 2006: 306).

Posteriormente, en 1939 el Obispo procuró trasladar el culto de este lienzo a otro espacio. La tarea estuvo a cargo del controvertido padre Irineo Otzen3 quien tuvo como responsabilidad instalar la parroquia, buscó un terreno por la calle Gallardo (afirma Albó) y al no encontrarlo optó por uno que se le ofreció en la calle Max Paredes (Albó y Preiswerk 1986, 21-22). Al parecer esta decisión no fue fortuita, más bien pudo ser alentada por la élite paceña que también pretendía controlar —poco a poco— la inusitada devoción al lienzo y sus fiestas. La respuesta fue dura, los devotos no permitieron el traslado del lienzo y las peleas y conflictos duraron años hasta que, finalmente, la iglesia aceptó algo excepcional, en 1943 se crearon dos parroquias en un mismo barrio: el Gran Poder Antiguo y el Gran Poder Nuevo.

Ya era posible advertir que la devoción era lo suficientemente relevante y que no se dejaba dominar ni llevar de acuerdo a los intereses eclesiásticos y políticos de la época. Sin contar que durante las novenas o las fiestas que se organizaban durante su festividad reunían a tal cantidad de gente que era necesaria la presencia de las fuerzas del orden para mantener el control.

Ante semejante panorama, no es de extrañar que la clase política emergente se haya percatado de la trascendencia de la festividad y de sus devotos. Tempranamente el Nacionalismo Revolucionario se dio cuenta de su importancia y procuró, mediante algunos gestos involucrarse en la festividad. De eso trata este ensayo.

Todos estos embrollos nos invitan a leer ese momento como el de mayor conflicto entre lo pedagógico de la nación y lo performativo, categorías trabajadas por Bhabha en el contexto de los migrantes africanos en Inglaterra. Asumimos que la pulsión modernizante del clero paceño tuvo un fuerte respaldo estatal porque procuró insuflar un aire pedagógico y con ello disciplinar la devoción al Cristo de tres rostros; en el lado opuesto, estaban los devotos, muchos de ellos comerciantes y migrantes rurales, que desde su espacio realizaban sus prácticas religiosas, devocionales, pero también festivas, y con ello procuraban integrarse al espacio urbano. Suponemos que desde sus prácticas culturales estaban en procura de una reterritorialización urbana, algo muy cercano a lo que Bhabha llamaría lo performativo de la nación. Es preciso recordar que estos actores sociales se encontraban en los extramuros de la ciudad y su condición ciudadana estaba en entredicho4, no obstante muchos ya eran comerciantes exitosos y tenían estatuto ciudadano porque votaban. Pese a ello eran marginados por la ciudadanía criolla que solo los veía como masa votante.

En cuanto a lo performativo, Bhabha sostiene que la nación occidental es, para nuestro caso occidentalizada, una forma oscura y ubicua de vivir lo local de la cultura (176). El Estado y nación no son precisamente aquello que se figuran, es decir: una cultura nacional, una entidad cultural holística o una categoría sociológica empírica. Sin embargo, como sostiene Bhabha, la nacionalidad tiene una fuerza narrativa que aporta a la producción cultural y a la proyección política, evidencia la ambivalencia de la nación como estrategia narrativa (176). Es que se trata de un aparato de poder simbólico que esboza un discurso generalizable sobre la paranoia territorial, una idea sobre la sexualidad, la diferencia cultural e influye en aquello que se llama escribir la nación. Ahora, imaginemos ese escenario hace 95 años y en La Paz, la nación era un espacio que repelía a muchos de sus habitantes al negarles la condición ciudadana, incluso las mujeres blancas estaban marginadas del ejercicio ciudadano. 
La irrupción del Gran Poder

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