20 de junio de 2017

El maestro de las matracas



Sin la matraca no hay baile ni fiesta de los morenos”, asevera el sociólogo David Mendoza sobre la importancia de este instrumento musical. “Crac, crac, crac”. El sonido de la caja de resonancia da el compás a una danza que en la actualidad es la más popular en la fiesta de Jesús del Gran Poder. Si bien el sonido es prácticamente el mismo (dependiendo si es el pequeño para mujer o grande para varón), los diseños la convierten en obras de arte representativas de cada fraternidad, de las que uno de los principales responsables es Cristóbal Flores, dueño de la matraquería Chuquiagu, Inspiración & Arte.

Es una misión casi imposible encontrar al artesano en mayo, pues está ocupado en la fabricación de matracas que darán voz a la fiesta folklórica más grande de La Paz, aunque saca tiempo para contar los inicios de Chuquiagu.

Se desconoce el periodo en el que la también denominada carraca fue incluida en la morenada, cuyo origen aún no está claro, aunque se sabe que es producto de la colonización española, como baile de los indígenas como sátira a los esclavos que llegaron del continente africano.

Según la web Instrumentos Musicales 10, matraca proviene de la palabra árabe mitraqa (مطرقة), que traducido al español significa martillo. En época antigua, instrumentos semejantes eran interpretados en India, Indonesia, China e incluso en el oeste de África. Estas regiones no tenían la costumbre de utilizar campanas, al parecer porque estaban prohibidas por motivos religiosos, indica la web Ecured.

El instrumento musical llegó a América junto con los españoles. Según Mendoza, las misiones jesuíticas de la Chiquitanía (en Santa Cruz) empleaban las matracas como llamadores o campanillas. Tiempo después, comunidades quechuas y aymaras la utilizaron de acompañamiento musical, como por ejemplo con agrupaciones de sikuris en los Lípez de Potosí o con los calcheños de Chuquisaca.

Una pintura rupestre encontrada en Chirapaca muestra figuras que probablemente sean de morenos, aunque esta idea fue criticada en Oruro.

En el mundo aymara adquirió un significado propio con la morenada, con su martilleo constante y acompasado. Las primeras matracas que fueron utilizadas en esta danza eran grandes y pesadas, con formas simples como rombos o rectángulos, para luego representar a la región donde vivían o con la actividad a la que se dedicaban, como los peces (karachi), aves (wallata) o los tradicionales barrilitos.

Mendoza rememora que durante esa primera etapa los bailarines confeccionaban sus disfraces y también construían sus carracas, mientras que en los años 60 aparecieron los primeros matraqueros. Entre ellos estaba Rafael Flores, quien en 1964 abrió su taller de fabricación de matracas, al que bautizó Chuquiagu. Para ese tiempo, Cristóbal (el primogénito de la familia Flores) tenía tres años, así que los primeros recuerdos de su infancia están ligados a esta actividad.

Eran tiempos en que el trabajo era manual, cuando solo se utilizaba una sierra y un machete para construir las cajas. Lo más difícil era armar la rueda dentada (un engranaje de madera con seis dientes) y la lengüeta, que al hacer girar al disco produce un sonido estridente y fuerte. Eran objetos grandes, por lo que para hacer tronar el instrumento había que sostenerlo con las dos manos.

Aquellos años, Rafael trabajaba para la fiesta del Gran Poder, la naciente 16 de Julio y en el área rural paceño. Entonces, los bordadores eran sus principales clientes, ya que ellos alquilaban el disfraz de moreno junto con la carraca. Por el uso prolongado en las festividades, estos artilugios llegaban casi en desuso, por lo que los matraqueros se encargaban de arreglarlos, en especial los engranajes y los mangos, que para mantener su durabilidad los hacían de madera de eucalipto, quina quina y huasicucho.

A finales de los años 70, la morenada se hizo popular entre la gente, especialmente los jóvenes, por lo que se organizaron fraternidades que usaron la matraca para identificarse. Por ejemplo, de los clásicos qarachis —que eran representación de los pescadores (challwakatu)— y vacas pasaron a instrumentos con forma de pila, en el caso de la morenada Eloy Salmón.

Al transformarse en marca social de identidad cultural, las matracas debían ser exclusivas y representativas de cada fraternidad, así que Rafael no solamente dejó de venderlas a los bordadores, sino que en adelante decidió distribuirlas directamente a los morenos. No obstante, después de casi 15 años de trabajo, el padre heredó la sapiencia y el taller a Cristóbal, quien empezó de niño como pulidor de la madera hasta convertirse en maestro artesano. Fue también el tiempo en que los gustos se diversificaron, de los turriles de madera a las representaciones de hojalata. A inicios de los 80 abundaron las matracas con forma de mariposas, kantutas, autos y un sinfín de diseños. Para ese tiempo, Chuquiagu incluso elaboraba cetros con cabezas de dragón. Pero por el material, los instrumentos eran delicados y se doblaban con facilidad. “Ese tipo de trabajo era moroso, así que lo tuvimos que dejar porque debíamos transformar esto”.

En el mercado cada vez más competitivo de la matraquería “siempre hemos sido pioneros en reestructurar y en hacer cambios, ser innovadores”, dice Cristóbal, quien es consciente de que esa es la manera en que mantendrá vigente la microempresa. “Antes bailaban solamente las familias del campo, de las provincias; ahora, los citadinos, gente profesional, forman parte de las fraternidades, a los que se les debe entregar un trabajo bien hecho, estético, con buena combinación de colores y textos”, explica el artesano, que emplea las artes gráficas con el fin de mejorar su trabajo.

A inicios de los 90, Chuquiagu nuevamente innovó la moda de las matracas cuando volvió a la madera, aunque ya no con figuras de vacas o peces, sino con tallados. En Gran Poder, los primeros en utilizar el instrumento musical de estas características fueron los Fanáticos, mientras que la Chacaltaya presentaba la novedad en la fiesta alteña de la 16 de Julio.

“Aunque (el tallado) es un trabajo muy moroso, tiene un arte único, especial y muy nacional”, asegura el matraquero paceño, cuya oficina está repleta de carracas con diseños disímiles, desde garrafas, pasando por latas de cerveza, bolsas de cemento, máquinas de coser y camiones, hasta figuras que merecen estar de adorno en una sala, como barcos, la Cruz Andina, cóndores tiwanacotas, monolitos, pumas andinos y un chacha kunturi (basado en una escultura tiwanacota que está en un museo de Berlín, Alemania). Entre las excentricidades se encuentran carracas con forma de un avión sobre un billete de 100 dólares, un gato hidráulico que parece real, un microscopio sobre un libro y un mapamundi, recuerdo de unos emigrantes bolivianos.

En los inicios de Chuquiagu, Rafael trabajaba con su esposa e hijos. En cambio, Cristóbal, por la cantidad que ahora piden los morenos, debió conseguir la ayuda de primos y ahijados, para luego contratar familias íntegras que se dedican a la tornería, peletería y carpintería.

Rafael podía tardar hasta dos días en armar su especialidad; mientras que ahora, con ayuda de la tecnología, su hijo ha llegado a fabricar 1.300 pares para la morenada Chacaltaya. Después de tantos años, Cristóbal prefiere el anonimato e incluso se ha planteado dejar el negocio, pero es consciente de que gracias a Chuquiagu mantiene a varias familias y que debe preservar el prestigio de señor de las matracas.








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